Cuando el padre se aleja abrupta o paulatinamente de los hijos con un comportamiento aprendido y "exigido" por la sociedad, ya que existe la representación de la norma social (asignada), la cual establece que ante un divorcio el padre debe marcharse velando así por la estabilidad de sus hijos y de aquel hogar que él contribuyó a formar, de lo contrario no será un "buen padre" o tal vez no es un "buen hombre."
Es la separación de hecho entre las figuras aparéntales y los hijos tanto física como afectiva, con la particularidad de que habitualmente el polo hijos no puede participar de la decisión, no se tienen en cuenta sus demandas y necesidades. Alejamiento y o destrucción del vínculo y los roles aparéntales con la descendencia, haya o no divorcio conyugal.
Los hijos parecen ser propiedad natural e indiscutible de la madre. A ella corresponde la potestad todopoderosa de permitir al padre seguir siéndolo o convertirse en visita de sus hijos. Comienza entonces una suerte de segregación, junto a una desautorización de la imagen paterna que conduce a la anulación del rol paterno. Se ahuyenta al padre, se lo extirpa del rol y de los afectos de la descendencia como una suerte de muerte "natural" y una vez que desaparece, entonces a menudo se le acusa de estar ausente, de no "venir a ver a su hijo", que "su hijo no le importa", de que "nunca le importó", etc.
Con nuestro silencio contribuimos, sin querer, a "asesinar" a los padres, después simplemente, solemos acusarlos de que están muertos. Este ahuyentar tiene varias causas, fundadas o no, pero lo que verdaderamente impacta es que ocurra bajo nuestra mirada cómplice.