Mmmm, comparto muchas cosas, pero... lo de "jamás defendería ni defenderá a un maltratador: jamás", no puedo compartirla pues la función de un letrado es defender, no juzgar y mucho menos, prejuzgar. Uno es inocente mientras no se demuestre lo contrario en un juicio contradictorio y en igualdad de armas, lo que no sucede en un juicio por violencia de género. Uno puede estar defendiendo a un maltratador con piel de cordero y también a alguien que, aparentemente, parece culpable y no lo es. Nos olvidamos que existen mujeres que, para dar credibilidad a su testimonio, llegan a autolesionarse y dichas lesiones, que si pueden ser diferenciadas por un buen médico, no son ni siquiera tenidas en cuenta en los informes que emiten los forenses de los juzgados, sin dotación instrumental alguna y, a veces, sin mucho interés en descubrir la verdad o sin mucha preparación. Las consultas, suelen pasarlas en un cuchitril con una mesa y 2-3 sillas.
La ley, el procedimiento y la praxis, son una auténtica vergüenza y un verdadero atentado contra los derechos constitucionales.
Un saludo.
Antonia chinchilla; sobre la ley y violencia de género
Hace ya más de diez años que, por el llamado «Gobierno Zapatero» –con todas las connotaciones peyorativas que conlleva sobre todo para la derecha– se promulgó la conocida por todos Ley contra la Violencia de Género. Después de diez años ha habido de todo: alabanzas, celebraciones, críticas, aprovechamientos de la misma, abusos con base en ella, evidencia de que es una ley necesaria o llamada a su reforma porque toda ley –Constitución incluida– es cambiable para adaptar cualquier intento normativo a las circunstancias sociales en que tiene que desarrollarse, aplicarse y ser útil para la convivencia de una sociedad determinada. Eso es una ley y lo demás es una cabezonería.
Pongamos un ejemplo fuera del tema grave y escabroso de la violencia contra la mujer: la cochambrosa ley de Gallardón que instauraba las tasas judiciales. Una desgracia para todos que –dimitido por fortuna el ministro ocurrente– tendría que ser borrada de los anales jurídicos, del libro de sesiones del Congreso, de las páginas de todos los periódicos y hasta del Google si se dejara, cosa imposible porque borrar algo de Google es más difícil que subir el Everest en invierno.
Este Gobierno de nuestros odios y nuestros amores, de nuestras tristezas y nuestras felicidades, de nuestro disfrute y nuestra desesperación, anda convulsionado buscando modos de agradar a todos y solucionar los problemas que acechan a nuestra sociedad. Una de las propuestas estrella es la reforma de la normativa que regula y condena las actividades de violencia de género. Nos cuelan –como es costumbre– una propuesta de reforma en una reforma del Código Penal. Proponen modificar el artículo 510 y dicen de forma rimbombante –eso siempre lo hacen los gobiernos para darse importancia– que «incitar a la violencia de género estará perseguido y bla, bla, bla». Reforma innecesaria porque empujar, exhortar o incitar a alguien a cometer ese delito u otro cualquiera siempre está y ha estado penado.
Esta ley, como todas, es perfecta y necesariamente modificable, como son modificables y perfectibles las mil y una actividades oficiales en relación con ella: las actuaciones de los jueces, las de los fiscales, las de los policías, las de los abogados, las de los periodistas y las de todo el mundo.
Sin ánimo de escandalizar a nadie, en mi opinión es una ley que necesita una urgentísima e imperiosa reforma en dos sentidos. Digo, sin ánimo de escandalizar a nadie, que considero que es un ataque contra los derechos fundamentales de los hombres que no son maltratadores. Ahora bien, a los que son maltratadores verdaderamente debería aplicárseles una ley de violencia mucho más endurecida y sin compasión, apartarlos de la sociedad. Cuando una señora presenta una denuncia por violencia, sea o no el denunciado un maltratador, como primera providencia es detenido por los cuerpos de seguridad del Estado y se come como mínimo un día de calabozos hasta pasar a disposición judicial. Esto en el mejor de los casos, porque como la denuncia sea durante el fin de semana, el supuesto maltratador pasará como mínimo dos o tres noches en el cuartelillo. Todo esto sucede sin la más mínima investigación, pues basta con la declaración de la víctima. ¿Y si el detenido no es un maltratador? No existe tiempo material para poder recoger todas las pruebas de defensa necesarias. Es frustrante defender a un señor que no es maltratador y ver cómo no se tiene en cuenta ni uno de sus derechos.
Imaginemos que una señora denuncia a su esposo –y estos casos por desgracia existen– porque pretende un divorcio y que no se dé una custodia compartida de los hijos habidos del matrimonio. De momento, si la supuesta víctima sabe montárselo bien y es conocedora de los requisitos para que exista maltrato, denuncia y se garantiza de entrada que se abra un procedimiento por violencia. Mientras sigue su curso, presentará el de divorcio y salvo que se demuestre lo contrario, el señor denunciado en cuestión se queda sin custodia y ante la sociedad como un maltratador, sin custodia de hijos y sin casa. Estigmatizado para siempre. Existen denuncias falsas por maltrato con la intención de cobrar las ayudas que se ofrecen a víctimas, en ocasiones hasta pactadas con los maltratadores, sobre todo inmigrantes que necesitan permiso para residir en nuestro país. Esta es la verdad que más de uno no quiere reconocer. He defendido con los ejemplos que acabo de poner a personajes públicos y a casos que salen en los medios como noticia, a hombres que son inocentes y son víctimas de una ley que los ha privado de sus derechos. Se vive de cerca la injusta Justicia. Por ellos volvería a pasar muchas más noches sin dormir porque la mejor recompensa ha sido la victoria. Jamás defendería ni defenderé a un maltratador: jamás. Pero he visto víctimas criminalizadas como agresores. «Por el interés, te quiero, Andrés» dice el refrán sabio.