La información de carácter reservado. Conflicto entre el ejercicio de derechos constituciones y las exigencias de seguridad. Posicionamiento del tribunal europeo de derechos humanos. |
I.- INICIACIÓN EN LA CUESTIÓN OBJETO DE ESTUDIO. Hace ya bastantes años que la literatura sobre el Poder Judicial viene advirtiendo el peso creciente que dicho Poder está abocado a desempeñar en el Estado constitucional. Se trata de un rasgo compartido por todas las democracias dignas de tal nombre, y al que la tradicional distinción entre sistemas de derecho continental y sistemas de derecho "consuetudinario" añade matices, pero en absoluto desautoriza el diagnóstico. Las razones de un reemplazamiento semejante del Poder Judicial son diversas, como diversas son también las causas coyunturales que, según las trazas características de cada democracia, llevan a un mayor o menor grado de "judicialización de la política"[1]. Quizá ningún intento de ir hasta la raíz del fenómeno sea tan fructífero como el emprendido desde lo más generalizable, y a partir de una idea posiblemente débil, pero difícil de rebatir: en su plasmación práctica la democracia ha cuajado, de dos siglos a esta parte, en un tipo de Estado que tiene en el constitucionalismo su fuerza motora. En una de sus muchas definiciones, el constitucionalismo ha sido descrito como "el proceso histórico-cultural a través del cual la relación entre el titular (o titulares) del poder político y los destinatarios de éste se configura como una relación jurídica, es decir, una relación delimitada por (y subordinada a) normas jurídicas conocidas". La noción del Derecho -el Derecho autoconsentido- como límite del poder perdura más allá de las transformaciones experimentadas por el Estado constitucional a lo largo y ancho del decurso histórico de éste. Su idea motriz, el constitucionalismo, bien puede presentarse todavía como la lucha por derrumbar las adulteraciones y falseamientos con que aquella forma de Estado ha tendido a neutralizar el potencial liberador de esta idea. Soberanía del Derecho o, más precisamente, soberanía de la Constitución al servicio del Gobierno limitado y la salvaguarda de los derechos, vendrían a representar el punto de llegada de una historia tortuosa, la historia del Poder fragmentado en poderes, y la de su pugna por atraer hacia sí, y hacer valer frente a los otros, la capacidad de resolver con carácter último. En la cuestión del secreto de Estado convergen muchos de los tópicos que la ciencia política tiene planteados no ya desde la aparición de las Constituciones escritas, sino desde el surgimiento mismo del Estado como forma específica de organización del poder. Pocas cosas corno él se presentan de forma tan tozuda, y sin solución de continuidad, desde el absolutismo emergente hasta el constitucionalismo post-social. Ensalzado como componente natural de una razón dicha "de Estado", sobrevive sin suscitar reparo a la revolución constitucional. Y lo hace, además, en las mejores condiciones como para no verse afectado por el clima propicio a la publicidad, característico del primer liberalismo: arropado por un manto de silencio sobre su misma existencia. En este particular extremo, la teoría constitucional rinde tributo al más pedestre de los pragmatismos, sin dignarse siquiera dirigir la mirada hacia el problema. El modo de razonar sobre los "secretos de Gabinete" de la que quizá sea la más célebre decisión judicial de todos los tiempos es bien expresivo de ese pragmatismo acomodaticio. "Es de la incumbencia de este Tribunal -dice el juez Marshall en Marbury contra Madison- decidir sobre los derechos de los individuos, pero no indagar en la forma mediante la que el Ejecutivo, o sus oficiales, llevan a cabo aquellas tareas en las que tienen un poder discrecional. Los asuntos políticos por su naturaleza, o sometidos por la Constitución o por las leyes al arbitrio del Ejecutivo, no pueden ser traídos ante nosotros." Y en apoyo de la capacidad de anular la ley en el caso concreto, añade a renglón seguido: "Mas no se trata de un supuesto como el descrito. Estamos bien lejos de inmiscuirnos en los secretos del Gabinete. El asunto versa sobre un documento que, conforme a la ley, debe obrar en los archivos, y la obtención de una copia del cual, previo pago de diez centavos, es un derecho que la ley reconoce". Que la sentencia anulara la ley contraria a la entrega de los despachos de juez, acordada por el Gobierno anterior, no es, como se ve, óbice para que los secretos del Gabinete fueran contemplados como una zona blindada al acceso judicial. Otro párrafo de la sentencia confirma el aserto, y aún lo completa con la rotunda afirmación de que si hubiera habido algo confidencial (en lo solicitado), el Ejecutivo no habría estado obligado a responder. El mensaje de Marbury es claro: el ámbito de lo político exige confidencialidad a ultranza del proceso decisorio, así como deferencia judicial para con el resultado del mismo. Publicidad en los fundamentos, y empleo rutinario del secreto en el núcleo de lo que pudiéramos llamar decisión no legislada, coexisten así desde los inicios del Estado constitucional, acotando un amplio espacio de reserva, difuso en sus contornos, pero inmune a cualquier cuestionamiento sobre su razón de ser. El reconocimiento legal del secreto, mediante su adjetivación como secreto "oficial" parece un hijo tardío del constitucionalismo. A falta de un trabajo que respalde la intuición desde una perspectiva comparada, quizá no es aventurado hablar de cierta contemporaneidad entre la democratización de las estructuras estatales y el cerrojazo impuesto al conocimiento de determinados asuntos. La entrada en escena del terrorismo como instrumento de acción política, el espionaje, las experiencias bélicas y sus secuelas, arrojarán como resultado cierta hipóstasis de un concepto hasta entonces neutro, el de seguridad, transmutado ahora en seguridad del Estado. Lo curioso es que ello se produce, una vez más, pasando de puntillas sobre el fondo, y en ausencia de cualquier interés por profundizar en las implicaciones del concepto, o en las consecuencias del recurso indiscriminado a una noción tan imprecisa. El déficit endémico en materia de definiciones es el que hace que la seguridad del Estado se presente, aún hoy, como un símbolo cargado de emotividad e irracionalismo. Un símbolo cuya capacidad integradora, si es que alguna vez la tuvo, aparece lastrada por las desviaciones, arbitrariedades y encubrimientos en provecho propio en que han incurrido quienes tienen capacidad para invocarlo. Las políticas del secreto sólo han comenzado a mostrar cierta permeabilidad a los principios del constitucionalismo bajo el impulso de los escándalos y "causas célebres" sucedidos por doquier en las últimas décadas. Probablemente nos encontramos ante los inicios de un fenómeno bastante difundido, y que parece consecuencia del brusco despertar de la conciencia acerca de los problemas, variados y de no fácil respuesta, que la defensa del secreto plantea al Estado constitucional. Cierta relajación del clima político internacional tras el final de la guerra fría, y unos niveles de demanda de transparencia, control y compromiso de los poderes públicos en la defensa de los derechos, cada vez más exigentes, están provocando que aflore a la superficie un debate aplazado por espacio de largo tiempo. Con motivo de la presentación de su libro De senectute, Norberto Bobbio hablaba de la "falsa visibilidad" del poder, y señalaba como uno de los errores capitales del pasado el haber infravalorado el poder oculto. "Hemos fingido no verlo -indicaba Bobbio-, como si con la democracia hubiera llegado la transparencia plena y el control automático ( ... ). Hemos sido incapaces de prever la difusión transversal del poder oculto y sus conexiones con la criminalidad"[2]. Pese a estar referidas a un caso bien determinado, no creo que sea exagerado generalizar las observaciones del filósofo italiano. El secreto de Estado rara vez abandona su medio natural de existencia, el de los viejos arcanos del poder, sin que aparezca rodeado de sospechas, más o menos fundadas, acerca de su recto uso. A falta de adecuados controles preventivos, el desplazamiento del secreto hacia el centro del debate político suele ir precedido, acompañado o seguido de iniciativas para dilucidar responsabilidades, ya sean de carácter político, de naturaleza penal, o de los dos tipos al mismo tiempo. El secreto no sólo pierde así indefectiblemente su carácter de tal, sino que acaba por atraer en torno a sí el conflicto al que, en último extremo, es reconducible el ideal de cualquier constitucionalismo: el del Derecho como límite del poder. Dicho con palabras que pueden resultarnos más técnicas: no hay conflicto en torno al secreto de Estado que no tienda a convertirse en un episodio más de la larga batalla contra las inmunidades del poder. Bien entendido que no se trata de descalificar el secreto en la esfera de lo público como algo incompatible con la razón democrática. Lo que afirmamos es que, como tantas veces se ha dicho, el secreto de Estado sólo es tolerable cuando se presenta en términos rigurosamente excepcionales y vinculados a la defensa de un manifiesto interés público[3]. Que ello exige un acabado régimen legal sobre el secreto, así como un concienzudo sistema de control, es corolario de tal afirmación. En las próximas páginas se va a tratar de establecer ciertas categorías acerca del modo en que el razonamiento judicial tiende a habérselas con la cuestión del secreto de Estado. Partiremos para ello de un par de consideraciones previas, cuya aplicación al decurso del Estado constitucional durante los últimos tiempos nos parece perfectamente constatable. Primera.- El secreto de Estado no puede alzarse como una barrera que impida al Poder Judicial asomarse a ámbito alguno del espacio público en el desempeño de los cometidos que le son propios. Dígase lo que se diga, el Estado constitucional se funda hoy en una razón de derechos cada vez más internacionalizada, frente a la cual no puede valer imperio de ley, por democrática que ésta pretenda ser, conculcadora de un contenido mínimo de salvaguarda. Matizamos: "asomarse" supone utilizar un verbo no técnico para referirse a la capacidad de comprobar que el secreto no es invocado con finalidades espurias, esto es, desviadas del interés público para cuya defensa viene contemplada la posibilidad de invocarlo. Ello puede hacer aconsejable instituir un procedimiento incidental ad hoc, en el que el control y la defensa del interés público representada por el secreto encuentren su adecuado equilibrio. Asomarse no equivale a "invadir", o a inmiscuírse en funciones constitucionalmente reservadas a otros órganos. Mucho menos significa suplantarlos, es decir (en los términos que usa el DRAE), "ocupar con malas artes el lugar de otro, defraudándole el derecho, empleo o favor que disfrutaba". Segunda.-Todo conflicto judicial cuya resolución topa en su camino con el secreto de Estado se convierte automáticamente en un "caso difícil" (hard case), en el sentido que da a esta expresión el autor que la ha popularizado. Un caso difícíl es aquel "no subsumible claramente en una norma jurídica establecida con anterioridad por alguna institución"[4]. En el mejor de los casos, el ámbito de vigencia normativa del secreto de Estado resulta tan sólo delimitable mediante la acumulación de cláusulas o conceptos de carácter indeterminado, y en cuya misma textura aparecen implícitas apreciaciones o valoraciones de genuina naturaleza política. Ello por no hablar de la tendencia a tratar tales cláusulas como meramente ejemplificativas, acompañándolas de disposiciones de cierre justificadoras de una aplicación analógica extensiva. En la disciplina legal del secreto de Estado, el máximo de claridad se alcanza normalmente a través de enunciados que sustituyen lo sustantivo por lo procedimental. Pero una cláusula del tipo "la invocación del secreto de Estado determinará el archivo de la causa", por más que vaya acompañada de previsiones de control político, no cuadra con los fundamentos del ejercicio de la función jurisdiccional en un Estado de Derecho. El juez del caso difícil en torno al secreto de Estado asiste impotente a un desbordamiento de la estructura inter partes del proceso, transformada, por mor de la presencia del secreto, en un policentrismo de la máxima amplitud: el Poder Ejecutivo en entredicho y toda la opinión pública pendiente de la decisión. Esta última cobra, por su parte, un relieve prospectivo que no hace de la posición del juez algo precisamente cómodo. Quizá no hay razonamiento más expresivo, desde esta perspectiva, que el realizado por un juez norteamericano en un caso motivado por la publicación de material clasificado relativo a la fabricación de bombas nucleares: "Un error en el fallo contra The Progressive -razonó el juez, refiriéndose a la revista demandada- puede traducirse en un recorte injustificado de derechos constitucionales, pero un error en el fallo contra el Gobierno puede abrir la vía hacia la aniquilación termonuclear de todos nosotros"[5]. El supuesto es extremo, pero en un país como el nuestro, azotado por la lacra del terrorismo, está lejos de ser inconcebible que puedan presentase casos de dramatismo equiparable.
II.- EL EJEMPLO BRITÁNICO: APLICACIÓN DE LA MATERIA DE "SEGURIDAD NACIONAL". II.1.- THE ZAMORA CASE. "Aquellos sobre quienes recae la responsabilidad de garantizar la seguridad nacional deben ser los únicos con capacidad para decidir qué es lo que la seguridad demanda. Sería en extremo improcedente que los asuntos de esa índole fueran objeto de prueba ante los tribunales, o se convirtieran en materia de discusión pública." La frase que antecede no está tomada de un antiguo tratado chino sobre el arte de la guerra, ni pertenece a la literatura renacentista sobre la razón de Estado. Se trata de un dictum muy citado que aparece en la Sentencia de la Camara de los Lores británica pronunciada en los tiempos de la Primera Guerra Mundial. El caso es conocido como "Zamora" (The Zamora case), y su origen fue una reclamación civil contra la confiscación, por razones de interés público, de un barco que llevaba tan ibérico nombre [The Zamora (1916), 2Appeal Cases, 77]. II.2.- CONDENA DE MIEMBROS DE UN COMITÉ PRO-DESARME NUCLEAR POR INVASIÓN DE UN AEROPUERTO MILITAR. Casi cincuenta años después, la propia Cámara de los Lores mantuvo la condena de algunos miembros de un Comité pro-desarme nuclear, que habían invadido un aeropuerto militar, calificado como zona de acceso restringido por la Ley de Secretos Oficiales de 1911. Cuáles fueran los objetivos de los activistas, o cuál la medida en que el intento de impedir el despegue de un avión resultaba dañino para los intereses del país, no se tuvo en cuenta. Lo decisivo fue la presencia física de los encausados en una zona prohibida (prohibited place, según los términos de la Ley de 1991). Lord Pearce se explaya del siguiente modo: "Los asuntos relativos a la política de la defensa son multifacéticos, complicados, confidenciales y absolutamente inapropiados para ser discutidos ante un Tribunal. En dicho ámbito, el interés del Estado no debe tener, a mi juicio, ningún otro significado que aquel que se corresponda con los intereses definidos por los órganos de gobierno y autoridad, es decir, por las decisiones políticas conforme son, y no conforme deberían ser, según la opinión del Tribunal. Todo lo que ponga en peligro tales decisiones resulta, en los propios términos de la ley (la citada de Secretos Oficiales, de 1911), "perjudicial para los intereses del Estado"". II.3.- PROHIBICIÓN DE AFILIACIÓN SINDICAL A LOS TRABAJADORES DE UN ORGANISMO DE INTELIGENCIA. Avancemos un poco más en el tiempo, dejando atrás los años de las protestas pacifistas, y detengámonos todavía en un par de casos. El primero de ellos es de 1985, y versa sobre si es ajustado a derecho prohibir la afiliación sindical de los trabajadores de un organismo de inteligencia. Concretamente, del Government Communications Readquarters (GCHQ), cuya misión principal es la gestión del sistema de comunicaciones militares y de inteligencia. La prohibición, decidida por el Gobierno en 1984, afectó a más de 4.000 trabajadores, muchos de los cuales estaban afiliados en el momento de la prohibición. Además de los límites del poder ministerial de prerrogativa (es decir, no conferido por un Estatuto), lo que se discutía en el juicio es si la invocación de la seguridad nacional por el Gobierno daba cobertura suficiente a una medida adoptada sin dar más detalles, y sin consulta previa con las organizaciones sindicales. La Cámara de los Lores respalda plenamente el uso del poder de prerrogativa. Lord Fraser of Tullybelton razona así: "La prioridad de las consideraciones de seguridad nacional sobre el deber de ajustarse al procedimiento común (fairness) en un determinado caso, es algo que cae de lleno en la esfera decisoria del Gobierno; sólo él tiene acceso a la información necesaria a tal objeto, y el procedimiento judicial es el menos indicado para decidir en materia de seguridad nacional". Un modo de ver las cosas que, de manera más técnica, viene expresado por Lord Diplock's acudiendo a lo que nosotros llamaríamos la doctrina del acto político: "La seguridad nacional es responsabilidad del Ejecutivo ( ). Lo que sea necesario para protegerla es (...) de la competencia de quien carga con la responsabilidad, y él ha de ser, por tanto, y no los tribunales, quien tenga la última palabra. Se trata de un acto político por excelencia (it is par excellence a non justiciable question)". II.4.- EL GOLFO PÉRSICO. El segundo de los casos a que antes nos referíamos pertenece ya a los años noventa, una vez finalizada la guerra fría, aunque con el sustrato de otra guerra (ésta caliente) en primer plano, la del Golfo Pérsico. Procede también de la Cámara de los Lores y versa sobre la deportación, por razones de seguridad nacional, de un ciudadano libanés residente en el Reino Unido desde 1975, acusado de conexiones con grupos árabes de carácter terrorista. En los procedimientos judiciales subsiguientes a la detención, las credenciales del señor Cheblak, con carrera académica de éxito en el Reino Unido, y sus protestas de haber defendido siempre puntos de vista pacifistas, de nada le valieron frente a la declaración jurada (affidavit) del Home Secretary -el equivalente a nuestro ministro del Interior-, en la que éste adujo razones de seguridad nacional para no entrar en detalles, ni dar pruebas concretas acerca de las acusaciones. Pero lo que interesa no son tanto los pormenores del caso como la simpatía que la postura del ministro encuentra en la Cámara de los Lores. El modo de razonar es ya aquí un poco más sofisticado que el de los casos precedentes. En palabras de Lord Donaldson: "(... ) aunque la seguridad nacional y las libertades civiles pueden dar lugar a tensiones cuando confluyen en el mismo ámbito, ambas están situadas en el mismo lado. Pero al aceptar, como resulta obligado, que las necesidades de la seguridad nacional deben desplazar a las libertades civiles, si bien en la menor medida posible, no hacemos más que recordar que en el mantenimiento de la seguridad nacional reside el fundamento de todas nuestras libertades". II.5.- ELEMENTOS CARACTERÍSTICOS A LOS ANTERIORES EJEMPLOS: EL CONFLICTO ENTRE LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES Y LAS EXIGENCIAS DE SEGURIDAD. En los cuatro casos que acabamos de mencionar se registra el conflicto, bien característico, entre derechos constitucionales y exigencias de la seguridad nacional. Los cuatro proceden de un mismo país, lo que no da diversidad de ámbito geográfico al argumento, pero es difícil no tener la impresión de que la coexistencia de un sistema de derechos con el límite de la seguridad, llámese nacional o del Estado, da lugar a conflictos que se asemejan como dos gotas de agua. Esto es así, entre otras cosas, porque no hay elaboraciones nacionales de lo que sea en cada caso la seguridad nacional. Estamos ante una idea subdesarrollada en el plano conceptual, y cargada de emotividad e irracionalismo en su plasmación práctica. La seguridad nacional es, como se ha dicho, una utilísima herramienta multiuso adaptable a las necesidades de cualquier tipo de Estado. En último extremo corresponde, lisa y llanamente, a la idea de poder.
III.- UNA APROXIMACIÓN A DIVERSAS OPCIONES. En todas las decisiones transcritas, el resultado es el mismo: el sacrificio de los derechos individuales en aras de la seguridad. Una lectura atenta de las mismas permite, sin embargo, discernir al menos tres líneas diferentes de razonamiento. La primera es la que podemos identificar como aquella que recurre a un uso simbólico-emotivo del concepto de seguridad nacional (a). La segunda, la que contrapone el interés general, identificado como interés del Estado, al interés particular (b). La tercera en fin, es una línea de razonamiento más sofisticada, que se adentra en la vía de la ponderación de valores (c). a) El uso simbólico-emotivo del concepto de seguridad nacional se vale de todas las contradicciones inherentes a la gran imagen hobbesiana del estado de naturaleza belicoso, al que viene a poner término la generación consensuada del Leviatán estatal. La fuerza de la imagen radica en su capacidad para captar el gran dilema, presente en el subconsciente humano, entre libertad y seguridad[6]. En este sentido fuerte, la apelación a la seguridad remueve los miedos más recónditos y suscita adhesiones libres de cualquier análisis. Se olvida así que la impresionante concentración de poder llevada a cabo por el Estado moderno, nunca ha dejado de ser al mismo tiempo maquinaria dispensadora de seguridad y monstruo amenazante. El constitucionalismo no es otra cosa que el empeño racional de hacer frente a esa paradoja, por lo que, como tantas veces se dice, constitucionalismo y razón de Estado se hallan situados en las antípodas. Desde el punto de vista del razonamiento judicial, el uso emotivo de la seguridad nacional adopta la forma de una deferencia sistemática para con aquellos que la invocan. Si a eso se le añade que la seguridad nacional es un concepto, ya de por sí, de difícil (por no decir imposible) refutación empírica, el resultado es que propende a convertirse, siempre y en todo lugar, en una cláusula con efectos definitivos y situados a resguardo de escrutinio judicial[7]. Peter Hanks, un autor que estudia el asunto en un país, Australia, donde las implicaciones jurídico-políticas del concepto de seguridad nacional vienen siendo objeto de debate desde hace años, lo explica con estas certeras palabras: "La negativa de los tribunales a profundizar en las complejidades de la seguridad nacional, embarcándose en la no fácil tarea de ponderar los intereses que ella defiende frente a los valores que la democracia constitucional exige, puede obedecer al deseo de no inmiscuirse en cuestiones de naturaleza política. O bien puede deberse a los peculiares perfiles institucionales con los que el concepto es llevado ante ellos. Sea cual fuere la causa, lo cierto es que la deferencia judicial indiscriminada ha dado siempre alas a una concepción del Estado decididamente autoritaria (...). La falta de escepticismo a la hora de enfrentarse a esa alegación, y la no exigencia de explicaciones sobre los concretos intereses en juego, en cada situación particular, ha permitido, en suma, a los gobiernos aprovecharse de la ambigüedad para eludir la crítica política"[8]. b) Si lo que hemos llamado uso simbólico-emotivo de la seguridad nacional es siempre un fácil recurso para eludir en sede judicial el fondo de los asuntos, el argumento del interés del Estado exige alguna precisión adicional. En el ejemplo antes transcrito -el de los pacifistas que invaden un aeropuerto militar- encontramos una versión, simplificada al máximo, de dicho argumento. Contrapuesto el interés del Estado, que toma forma articulada mediante las decisiones de sus órganos políticos, a los intereses fluidos, dispersos y contradictorios de los particulares, es el primero el que debe imperar absolutamente. Estamos ante una manera de razonar del tipo "o lo uno o lo otro", lo que supone, en palabras de Häberle, "una simplificación de los problemas tan injustificada como extendida (...), pues corresponde a la esencia misma de toda norma jurídica la tutela simultánea de intereses públicos y privados"[9]. En el razonamiento de la Cámara de los Lores pesa, sin duda, el hecho de que la ley de secretos oficiales británica es, dentro del repertorio legislativo del Reino Unido, un caso único de recurso a la noción de "interés del Estado". El interés del Estado, viene a decir la sentencia comentada, es lo que el Gobierno de turno dice que es. Más que ante una interpretación perversa del derecho, la derivación reduccionista desde el interés del Estado (o su seguridad, que viene a ser lo mismo) hacia los intereses definidos por los "órganos de gobierno y autoridad", supone una no-interpretación. De lo que se hace abandono, en nombre de la seguridad, es del Estado de Derecho. Interpretado el interés del Estado como interés del Estado de Derecho, la pregunta clave es aquella que se plantea cómo se sirven mejor los intereses de un Estado que aspira a serlo de Derecho. Y la respuesta no puede ser otra que la apuntada por el propio MacCormick: mediante la consideración de los valores subyacentes a tal tipo de Estado. No hacerlo así equivale a razonar de conformidad con pautas que no son las propias del Estado de Derecho -al fin y al cabo siempre un proceso en marcha, necesitado de reafirmación-, sino de acuerdo con formas de dominio superadas por él. En concreto, el llamado "Estado de policía" (Polizeistaat), un tipo de Estado donde el principio de legalidad, mucho menos el de constitucionalidad como hoy lo entendemos, no son precisamente sus vigas maestras. c) La ponderación de los valores en juego permite eludir la perversa lógica del "todo o nada": más seguridad cuanto menos incisivo sea el ejercicio de los derechos y, en caso de conflicto, todo en nombre de la seguridad y nada en nombre de los derechos. La seguridad nacional viene, de este modo, contemplada como algo separado, aislado y en contraposición potencial con respecto al proceso democrático y el ejercicio de los derechos. En el caso Cheblak encontramos un atisbo de superación de dicha lógica cuando, en el párrafo antes reproducido, se afirma que las libertades civiles y la seguridad se hallan situadas del mismo lado. Pero, a renglón seguido, el razonamiento toma una deriva inesperada, y paga tributo al irracionalismo recurriendo a un modo de argumentar que cae de lleno en lo que hemos llamado uso simbólico-emotivo: la seguridad es presentada como una especie de deus ex machina del sistema, la madre de todas las libertades. Esto es hacer, ni más ni menos, teoría constitucional desde fuera de la Constitución. Quizá hay pocos problemas tan necesitados de desarrollo normativo, jurisprudencial y dogmático como el que plantea elaborar un concepto de seguridad nacional compatible con el Estado democrático. Un concepto capaz de superar la contraposición subliminal entre seguridad y libertad; uno que se decida a asumir, con todas las consecuencias, que el respeto de los derechos cae de lleno en el núcleo de la seguridad del Estado democrático. Cuando, en nombre de la seguridad, se vulnera un derecho, se produce una erosión en los cimientos del sistema que causa daños en ambos lados, en el de la libertad y en el de la seguridad. La pérdida de libertad, por ocasional y aislada que resulte, es en definitiva algo que, como se ha defendido con vehemencia, también resta peso al valor de la seguridad. La técnica interpretativa de la ponderación es la más adecuada para extraer las consecuencias que se derivan de ello. A la luz de la técnica de la ponderación de intereses, el problema de los límites de los derechos, incluido el terrible límite de la seguridad nacional, puede ser resuelto de manera compatible con la posición que ocupan los derechos en el Estado democrático. La vertiente objetivo/institucional de los derechos no casa con formas de argumentación que conduzcan a un sacrificio incondicionado del derecho. Y ello aun cuando el límite constitucional hubiera sido objeto de un desarrollo normativo que abriera ancho espacio para el arbitrio de órganos "políticos" o "técnicos". Al renunciar a cualquier modo de control de índole sustantiva, los derechos carecerían de valor propio contra las restricciones o limitaciones impuestas por los poderes públicos. Habríamos retrocedido, por la puerta falsa, a los tiempos de los "derechos públicos subjetivos". Cuando, por el contrario, los derechos vienen contemplados simultáneamente como derechos subjetivos y como expresión de un determinado sistema de valores (en la Constitución española, fundamento del orden político y de la paz social), esto conlleva, como es bien sabido, un mandato de realización de los derechos en la mayor medida posible, fáctica y jurídicamente. Es decir, un mandato de efectividad óptima, que se traduce, a la hora de interpretar los límites en el caso concreto, en la aplicación de técnicas bien conocidas y difundidas por ósmosis entre la "sociedad abierta de los intérpretes constitucionales" (necesidad, proporcionalidad, adecuación, etc.). Todo lo anterior es dogmática, elemental si se quiere, sobre el significado actual de los derechos en el Estado democrático. Pero es también, como lo es el constitucionalismo, técnica de la libertad. La seguridad nacional no puede, en suma, ser utilizada como válvula para interrumpir el despliegue normalizado de los derechos, sin producir al mismo tiempo inseguridad constitucional. Evitar que esa aporía cobre carta de naturaleza en el Estado democrático es tarea que todavía habrá de exigir en los próximos años considerables esfuerzos.
IV.- REVISIÓN POR EL TRIBUNAL EUROPEO DE DERECHOS HUMANOS DE UN CASO BRITÁNICO EN EL QUE SE UTILIZARON RAZONES DE SEGURIDAD NACIONAL PARA PROCEDER A LA DEPORTACIÓN DE UNA FAMILIA DE ORIGEN INDIO. En noviembre de 1996, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha hecho pública una sentencia en la que revisa a fondo un caso de deportación por razones de seguridad nacional. El interés del caso radica en la minuciosidad y carácter novedoso de los razonamientos con los que el TEDH se aproxima al asunto. Los apelantes fueron los cuatro miembros -padre, madre y dos hijos- de una familia de origen indio, más precisamente de la etnia sihk, residentes en el Reino Unido. Según ellos, el Gobierno británico habría vulnerado varios artículos del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), como consecuencia de la Orden de Deportación, por razones de seguridad nacional, decidida en agosto de 1990 contra el padre, el señor Chahal, y frente a la que se agotaron, sin éxito, los sucesivos recursos intemos. Chahal era un conocido dirigente de los nacionalistas sihks -activos en el Estado indio del Punjab, en demanda de independencia-, residente en el Reino Unido desde 1971, y que había sido objeto de varias detenciones por conspiración y desórdenes públicos, finalizadas siempre con su puesta en libertad sin cargos, o con sentencias absolutorias. La Orden de Deportación, que llevó aparejada la inmediata privación de libertad del señor Chahal, fue emitida al amparo de la Inmigration Act de 1971. Esta ley autoriza al Home Secretary a adoptar una medida semejante "en favor del interés público", y sin derecho de apelación para el deportado, siempre que la deportación venga justificada por razón de "la seguridad nacional, las relaciones exteriores del Reino Unido u otras causas de naturaleza política" (arts. 3.5 y 15.3 de la ley). Unas normas de procedimiento interno, aprobadas por el Gobierno en desarrollo de la ley, permiten, no obstante, la revisión de las Ordenes de Deportación. La revisión la lleva a cabo un "Comité Consultivo" (Advisory Panel), ante el que puede comparecer en persona el afectado por la Orden, para rebatir los cargos que se le hubieran comunicado como fundamento de la deportación. Las conclusiones del Advisory Panel son confidenciales, y el ministro no queda vinculado por ellas. Aunque el espíritu garantista que pudiera animar la actuación de este organismo queda, de este modo, neutralizado, la comparecencia ante él permite, al menos, conocer los motivos de la deportación (aunque no necesariamente las pruebas en que se funda). En el caso del señor Chahal, los cargos fueron, muy resumidamente, los siguientes: ser uno de los dirigentes de la International Sikh Youth Federation, una organización relacionada con el fenómeno terrorista en el Punjab; haber intimidado a determinados miembros de los sihks residentes en el Reino Unido y, last but not least, contar con un historial de implicación en actos violentos dentro del Reino Unido, así como en conductas conspiratorias para realizar ac tos terroristas. El señor Chahal presentó sus alegaciones ante el Comité, sin conseguir que la Orden de Deportación fuera revocada. Asimismo, el mismo día de su detención, solicitó asilo político, alegando haber sido torturado por la policía del Punjab con ocasión de una visita a su país natal en 1984, así como exponiendo sus fundados temores a sufrir de nuevo malos tratos en el caso de ser deportado. Tras diversas vicisitudes judiciales, alguna de las cuales fue favorable al demandante, el Home Secretary confirmó que no se daban las condiciones para poder considerar al señor Chahal refugiado político. A juicio del ministro, en ningún caso era aplicable el Convenio sobre el Estatuto de Refugiado, habida cuenta de la amenaza que la presencia del militante sikh en territorio británico representaba para la seguridad nacional del Reino Unido. Igual suerte, contraria a los intereses del señor Chahal, corrieron sus apelaciones en demanda de habeas corpus y sus peticiones de libertad provisional bajo fianza (bail). Frente a la alegación de "riesgo para la seguridad nacional", los tribunales ingleses prefirieron eludir entrar en el fondo de lo alegado, aplicando un principio bien arraigado en el Derecho Público del Reino Unido, según el cual, en lo que cae claramente bajo la competencia del Secretario de Estado, los jueces no deben inmiscuirse a menos que lo decidido por él sea manifiestamente irrazonable. Este principio, conocido como "principio Wednesbury", toma su nombre de un célebre caso de 1948, Associated Picture Houses Ltd contra Wednesbury Corporation, y es aplicado con cierta frecuencia por los Tribunales de Apelación y por la Cámara de los Lores. Conforme al test Wednesbury, la intervención judicial relativa al fondo de determinadas decisiones ministeriales, procede sólo cuando éstas se basan manifiestamente en factores irrelevantes; en los casos en que las decisiones persiguen objetivos dudosamente legales (improper objectives) o, en fin, en aquellos otros en los que lo decidido resulta tan irracional que nadie en su sano juicio lo aprobaría. La aproximación del TEDH es bien distinta; puede seguirse a través de dos caminos: el de la posible vulneración del artículo 3 CEDH (prohibición de tortura), y el de la suficiencia, o falta de ella, de los remedios judiciales puestos a disposición del señor Chahal, evaluados con la medida que impone el Convenio. Ambos caminos llevan a una estimación de la demanda. En cuanto al primer extremo, el TEDU se remite a su jurisprudencia anterior (especialmente los casos Soering y Vilvarajah), para llegar a la conclusión de que "cuanto mayor sea el peligro de mal trato en el país de destino, menor peso debe darse al factor de la amenaza para la seguridad nacional". El TEDH pone énfasis en el carácter absoluto de la prohibición de la tortura: "El artículo 3 da expresión a uno de los valores más fundamentales de la sociedad democrática (...). El Tribunal es consciente de las inmensas dificultades a las que tienen que hacer frente hoy los Estados democráticos para proteger a sus ciudadanos de la violencia terrorista. Sin embargo, incluso bajo tales circunstancias, el Convenio prohíbe la tortura y el trato o castigo inhumano o degradante, en términos absolutos (...). Siempre que se hayan demostrado razones sustanciales para hacer creíble que, en caso de ser enviado a otro Estado, un individuo corre el riesgo cierto de recibir un tratamiento contrario al artículo 3, queda comprometida la responsabilidad del Estado contratante para ponerle a resguardo de recibir semejante trato. La protección dispensada por el artículo 3 tiene, en definitiva, mayor alcance que la que otorgan los artículos 32 y 33 del Convenio de Naciones Unidas, de 1951, sobre el Estatuto de Refugiado". Y a partir de ahí, analiza el TEDH la naturaleza del riesgo que habría de afrontar el señor Chahal en el caso de ser expulsado, con resultados afirmativos en cuanto a la vulneración del artículo 3 CEDH: "A través de las pruebas practicadas, el Tribunal ha llegado a la convicción, que confirman diversas fuentes objetivas, de que determinados elementos de la policía del Punjab, por lo menos hasta mediados de 1994, estaban acostumbrados a actuar prescindiendo de toda consideración relativa a los derechos humanos de los sospechosos de ser militantes sihks, así como de que tenían plena capacidad para perseguir sus objetivos en zonas de la India alejadas del Punjab". Pero es en materia de calidad de los controles sobre las decisiones amparadas en la seguridad nacional, donde la sentencia Chahal resulta más innovadora. Lo primero que hace el TEDH es desglosar las alegaciones de vulneración del artículo 5 CEDH, adscribiéndolas bien al apartado 1 del artículo (derecho a no ser privado de libertad, salvo con arreglo al procedimiento establecido con la ley), o bien al apartado 4 del mismo (derecho al recurso ante un órgano judicial que se pronuncie en breve plazo sobre la legalidad de la detención). Es de este modo como el TEDH somete a riguroso escrutinio las vicisitudes del caso, partiendo de la idea de que el requisito de la legalidad, o "conformidad con el derecho" (lawfulness) no es sólo cuestión de ley nacional, sino además materia de Convenio: "Cuando la legitimidad de la detención está en juego, incluyendo la cuestión de si el procedimiento exigido por la ley ha sido respetado, el Convenio se remite, en esencia, a la obligación de atenerse a las reglas de procedimiento y sustantivas de la Ley nacional, pero además exige que toda privación de libertad sea conforme con el espíritu que anima el artículo 5, que no es otro que el de proteger al individuo contra la arbitrariedad". Ocurre así que una garantía como la del Advisory Panel, establecida por la ley inglesa, puede ser salvaguarda suficiente para garantizar que la detención no se produzca en modo arbitrario (en el sentido de desvinculado del procedimiento debido, en los términos del art. 5.1 CEDH), pero no ser garantía bastante, contemplado desde el derecho al recurso ante un órgano judicial (art. 5.4), ni -por las mismas razones- analizado desde la óptica del derecho al recurso efectivo ante una instancia nacional (art. 13). Veámoslo un poco más de cerca: "En el contexto del artículo 5.1 del Convenio -dice el TEDH- el procedimiento ante el Comité consultivo supone una importante salvaguarda contra la arbitrariedad. El Comité, que incluye entre sus miembros jueces experimentados, tiene competencia plena para revisar todas las pruebas concernientes a la existencia de una amenaza para la seguridad nacional. Aunque su Dictamen nunca ha sido hecho público, con ocasión de la vista ante este Tribunal, el Gobiemo alegó que el Comité había concordado con el ministro del Interior en que el señor Chahal debería ser deportado por razones de seguridad nacional. El Tribunal entiende que el procedimiento da suficientes garantías para sostener que concurrían, al menos prima facie, motivos fundados para creer que la libertad del señor Chahal supondría un riesgo para la seguridad nacional y que, en consecuencia, el Ejecutivo no había actuado arbitrariamente al ordenar mantener la situación de privación de libertad". Al margen de la excesiva concatenación de verbos -que denota una actitud dubitativa del TEDH en cuanto al fondo- no se entiende cómo es posible que el llamado Advisory Panel sea, al mismo tiempo, adecuado para erigirse en garante del respeto al proceso debido, e inadecuado para satisfacer el rigor mínimo exigible al control. La contradicción es explicada por el TEDH con razones que igual valen para el argumento basado en el artículo 5.4 CEDH, que para el fundado en el artículo 13 del mismo texto: "(...) aunque el procedimiento ante el Comité Consultivo supone indudablemente cierto grado de control, teniendo en cuenta que al señor Chahal no le fue permitido valerse de representación legal ante el mismo, que tan sólo se le dio a conocer un resumen de las razones en que se basaba la orden para proceder a la deportación, y que el Comité no tiene poder decisorio, sino tan sólo consultivo, sin que su informe sea vinculante para el ministro, ni sea público, el Comité no puede ser tenido por un "tribunal" en el sentido del artículo 5.4" 0 bien, con referencia al artículo 13: "(...) en estas circunstancias, el Comité Consultivo no puede ser considerado como un órgano capaz de dar garantías suficientes, desde el punto de vista procedimental, a los efectos del artículo 13". Al apreciar por unanimidad de sus miembros que se ha producido vulneración de los artículos 5.4 y 13 CEDH, el Tribunal es consciente de estar modificando una jurisprudencia anterior, conforme a la cual, cuando la seguridad nacional está en juego, el alcance de los controles sólo debe llegar hasta allí donde resulte posible; teniendo en cuenta las circunstancias del caso [especialmente, las decisiones Klass contra la República Federal de Alemania y Leander contra Suecia]. El giro casi copernicano con respecto a semejante modo de ver las cosas se produce en este pasaje de la sentencia: "El Tribunal reconoce que el uso de información de carácter confidencial puede ser inevitable cuando se halla en juego la seguridad nacional. Pero eso no implica que las autoridades nacionales hayan de quedar libres de controles efectivos por parte de los tribunales nacionales siempre que afirmen estar ante un problema de seguridad nacional o de terrorismos. Con ello bastaría para suponer que el TEDH ha atravesado la frontera de la seguridad nacional (con todas las irracionalidades de ésta), para ingresar en el terreno de la seguridad constitucional (con todo lo que ella tiene de laboriosa construcción racional). Pero va un poco más allá y acoge en la decisión el derecho comparado, para ilustrar la existencia de técnicas que permiten satisfacer a la vez la necesidad de secreto y la necesidad de control. El modelo es el Derecho canadiense, tal como hicieron ver al TEDH las Organizaciones No Gubernamentales que comparecieron como amici curiae al amparo de las normas de funcionamiento del Tribunal: "De acuerdo con la ley de inmigración canadiense de 1976 (reformada por la Ley de Inmigración de 1988), un Tribunal Federal realiza una audiencia in camera, en la que se examinan las pruebas y se concretan, en la medida de lo posible, los cargos, contra los que el (o la) demandante, debidamente representados, pueden, a su vez, proponer pruebas. La confidencialidad de las pruebas que afecten a la seguridad del Estado se salvaguarda realizando el examen de las mismas en ausencia del demandante y su abogado. En tales casos, el lugar de éstos es ocupado por un consejero con franquicia para el acceso a los documentos, el cual asiste al Tribunal, siempre bajo la dirección de éste, para evaluar la medida en que el interés del Estado puede verse comprometido. Un resumen de la prueba así obtenida, con las omisiones que sean precisas, se pone en conocimiento del demandante. Es dudoso que la opción por el garantismo de la seguridad constitucional obtenga el suficiente respaldo como para poder atribuirle pronto el carácter de interpretación auténtica del Convenio. Pero la Senda ha quedado abierta, y es previsible que, como señala el juez Jambreck en su voto concurrente a la decisión Chahal, durante los próximos años continuemos asistiendo a los esfuerzos del TEDH por hallar "el justo equilibrio entre los requisitos del principio contradictorio y la necesidad de proteger la confidencialidad de informaciones provenientes de fuentes secretas que afecten a la seguridad nacional".
V.- LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL EUROPEO DE DERECHOS HUMANOS DE 27 DE SEPTIEMBRE DE 1995. CASO MCCANN Y OTROS CONTRA EL REINO UNIDO. En los antecedentes de este caso se encuentra una demanda interpuesta ante la Comisión en agosto de 1991 por tres ciudadanos británicos e irlandeses, la Sra. Margaret McCann, el Sr. Daniel Farrel y el Sr. John Savage. Estos últimos son los padres del Sr. Daniel McCann, la Srta. Mairead Farrell y del Sr. Sean Savage, quienes el 6 de marzo de 1988 fueron abatidos por balas en Gibraltar por miembros del Special Air Service (las "SAS"), regimiento de la armada británica. Con anterioridad al 4 de marzo de 1988, las autoridades británicas, españolas y gibraltareñas ya tenían conocimiento de que el IRA planeaba perpetrar un atentado terrorista en Gibraltar. Ese mismo día se comunicó que se había detectado una "unidad de servicio activo" del IRA en Málaga, en España. A fecha 5 de marzo de 1988 las autoridades británicas y gibraltareñas disponían de informaciones que podían dar lugar a pensar que la unidad del IRA (que había sido identificada) cometería un atentado con coche-bomba, accionado probablemente por control remoto. Se pretendía arrestar a los miembros de la unidad una vez que hubiesen introducido el coche en Gibraltar, lo que permitiría reunir las pruebas para el juicio subsiguiente. No obstante, se consideraba a los miembros de la unidad como peligrosos terroristas que estarían con toda probabilidad armados y que, si se enfrentaban a las fuerzas de seguridad, estarían dispuestos a utilizar las armas o hacer explosionar la bomba. El Sr. Sean Savage fue sorprendido en la tarde del 6 de marzo de 1988 aparcando un coche en Gibraltar. Se le vio más tarde, en compañía de D. Daniel McCann y de Dña. Mairead Farrell, observando el lugar donde el coche se encontraba aparcado. Después de que los tres se hubieran alejado del vehículo, un artificiero declaró, tras un rápido examen, que podía tratarse de un coche-bomba. Entonces se decidió arrestar a los tres sospechosos. Los agentes de las SAS, de civil, se encontraban en las proximidades con este objetivo. Su comandante fue quien se hizo con el control de la operación a instancia del prefecto de policía de Gibraltar. El Sr. McCann y la Srta. Farrell se separaron del Sr. Savage. Dos de los militares les siguieron. Cuando el Sr. McCann se dio la vuelta, uno de ellos desenfundó su arma y le dio orden de detenerse. El Sr. MacCann se llevó la mano a un lado; la Srta. Farrell hizo un brusco movimiento hacia su bolso. Pensando que uno y otro iban a apretar un mando a distancia para explosionar el coche, los militares dispararon varias veces a quemarropa, matando a estos dos sospechosos. Otros dos militares siguieron al Sr. Savage. Cuando estalló el tiroteo que mató al Sr. McCann y a la -Srta. Farrell, el Sr. Savage se dio la vuelta bruscamente para hacer frente a sus dos perseguidores. Uno de ellos le ordenó detenerse y desenfundó su arma. El Sr. Savage avanzó la mano hacia la cadera. Temiendo que estuviera buscando el mando a distancia, los militares le dispararon varias veces a quemarropa, fue abatido. Según los testimonios de los forenses, la Srta. Farrell recibió ocho balas, el Sr. McCann cinco y el Sr. Savage dieciséis. No se encontraron en los cuerpos de los tres sospechosos ni armas ni detonadores. El coche que el Sr. Savage había aparcado reveló no contener ningún artefacto explosivo ni bomba. No obstante, otro vehículo, descubierto posteriormente por la policía española en Marbella, contenía un artefacto explosivo consistente en 64 kg. de Semtex, entre 200 cartuchos con dos minuteros. La Srta. Farrell había alquilado dicho vehículo utilizando un nombre falso. El 6 de septiembre de 1988, el Coroner de Gibraltar abrió una investigación policial en relación con los tiroteos. Presidió los debates y le asistió un jurado, compuesto por miembros de la población local. Se escucharon los testimonios de 79 testigos, incluyendo militares, policías y personal de vigilancia que habían participado en la operación, así como patólogos, médicos forenses y expertos en explosivos. Según sendos certificados expedidos por el Gobierno, algunos datos tales como la identidad, la formación, el equipamiento y las actividades de los testigos, de los miembros del ejército y de los servicios de seguridad no fueron nunca revelados. El 30 de septiembre de 1988, el jurado formuló veredictos de legalidad acerca de los homicidas. Descontentos con dichos veredictos, los demandantes emprendieron acciones judiciales el día 1 de marzo de 1990 ante la High Court of Jústice de Irlanda del Norte contra el Ministerio de Defensa. El Ministro de Asuntos Exteriores expidió no obstante unos certificados que impedían cualquier acción contra el Estado. Los demandantes solicitaron en vano la autorización que se les reconociese la petición de control judicial de la legalidad de las certificaciones. El 4 de octubre de 1991, sus acciones fueron definitivamente excluidas del registro. En su demanda ante la Comisión, los demandantes se quejaban de que la muerte por balas del Sr. Daniel McCann, de la Srta. Maireád Farrell y del Sr. Sean Savage constituye una violación del artículo 2 del Convenio, que protege el derecho a la vida. Presentado un recurso el 14 de agosto de 1991, la Comisión lo admitió a trámite el 3 de septiembre de 1993. Tras haber intentado en vano alcanzar un acuerdo amistoso, adoptó un informe el 4 de marzo de 1994, reconociendo los hechos y formulando la opinión de que no hubo violación del artículo 2 (once votos a favor y seis en contra). La Comisión trasladó el caso al tribunal el 20 de mayo de 1994. En los números 104 y 105 de la Sentencia es donde se nos hace mención de las informaciones que por razón del interés general no deben ser revelados y, por tanto no se revelaron. Procedemos seguidamente a ver el contenido de dichos puntos: "104. Antes del sumario, el ministro del interior, el ministro de defensa y el vicegobernador de Gibraltar emitían tres atestados respectivamente el 26 de agosto, 30 de agosto y 2 de septiembre de 1988, indicando por unas razones de interés general que ciertas informaciónes no deberían ser reveladas. Según estas atestiguaciones el interés general exigía no divulgar las categorías de informaciones siguientes:
105. Como las atestiguaciones indicaban no obstante expresamente, no fué hecha ninguna objeción a las disposiciones de los militares o a Agentes de la Seguridad concernientes:
José A. Blanco Anes. [1] GUARNIERI, C., y PEDERZOLI, P.: La Democrazia Giudiziaria, Il Mulino, Bolonía, 1997. [2] La Repubblica, 17 de octubre de 1996. [3] DE LUCAS, J.: "Democracia y transparencia. Sobre poder, secreto y publicidad", Anuario de Filosofía del Derecho, VII, 1990, págs. 131 y sigs. [4] DWORKING, R..: Taking Rights Seriously, Harvard University Press, Massachusetts, 1978. [5] Estados Unidos contra The Progressive Inc., 467 Federal Supplement 990, 996 (1979). [6] BERKY, R.,: Security and Society. Reflections on Law, Order and Polifics, J. Rent and Sons Ltd, Londres, 1986. BUZAN, B.:People, States and Fear, Harvester Wheatsheaf, Nueva York, 1991. [7] LEIGH, l., y LUSTGARTEN, L.: In From the Cold. National Security and Parliamentary Democracy, Clarendom Press, Oxford, 1994. [8] HANKS, P..: "National Security - A Political Concept", Monash. [9] HABERLE, P.: Le libertad fondamentali nello Stato Costituzionale (traduc. italiana), Nuo- va lwia Scientifica, Roma, 1993.
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